El siglo
romántico celebró las nupcias de la música y la literatura. Figuras literarias
como Hoffman, presente en esta antología, lo certifican. Su influencia sobre la
música y los músicos fue decisiva en la gestación del gran canon clásico-romántico
(en particular en la conversión de Beethoven en el gran héroe titánico y
prometeico de esa aventura).
Sus análisis de su quinta sinfonía, unidos a sus relatos literario-musicales excitaron e incitaron la imaginación de ese personaje particularmente influyente como crítico y como músico que decidió la hermandad de música y literatura para siempre: Robert Schumann. Desde ese idilio incipiente puede perseguirse la gran influencia mutua que música y literatura entablan, desde los poemas sinfónicos de Liszt y los dramas musicales wagnerianos hasta la célebre novela de Thomas Mann (en la que recrea en un mismo personaje figuras tan dispares como Nietzsche, Mahler y Schünberg).
Esta antología destaca un abanico de posibilidades de materia literaria que la música ofrece a los escritores. De todos estos textos destaca, a mi modo de ver, el de Marina Tsvietaieva, por la frescura y originalidad que muestra. Siendo “originalidad” aquí la vuelta a los comienzos mismos de una existencia marcada por el peso abrumador de una madre musical, que determina los primeros encuentros con el mundo de la emoción y del sentido de una niña que deletrea la clave armónica estampada en la imponente presencia y prestancia de un gran piano de cola. El relato es extraordinario: nos sumerge en la magia de las notas blancas y negras, con sus colores y emociones específicas; como el sorprendente toque de tristeza que las notas negras entregan al alma de la niña. Las escalas diatónica y cromática, las notas graves y agudas, entregan sus ademanes y sus gesticulaciones específicos, adelantándose al sentido y significado mismo de las palabras; palabras susceptibles de tratamiento poético. Se nos narra, en este hermoso relato, la gestación de una vocación lírica que la aurora musical anticipa. Y junto a este relato, otros más previsibles, pero igualmente imponentes, como el que Stefan Zweig consagra al gigantesco (en el doble sentido, literal y figurativo del término) Haendel, capaz de resucitar de una letal enfermedad por la fuerza vital que atesora; y de asumir su destino el día en que se siente abocado, por expreso designio de Lo Más alto, a realizar la obra de su vida, su inmortal Mesías.
El desorden relativo de los relatos no es inconveniente para familiarizarnos con un universo que tiene la peculiaridad de provocar una adición inquebrantable en quien se contagia de él. Y es que la música, abecedario primordial de nuestras emociones, previa al lenguaje y al orden de las numeraciones, parece convocarnos siempre a un balbuceo originario que, en su peculiaridad pre-verbal, apta para todas las sinestesias, desprende, con las emociones que provoca, también sentido.
Estamos, pues, ante un libro que nos sensibiliza con este mundo tan especial y tan necesario para nuestra supervivencia: el de la música. Y en lo que ese mundo proporciona, como res gestae, a la imaginación literaria.
Sus análisis de su quinta sinfonía, unidos a sus relatos literario-musicales excitaron e incitaron la imaginación de ese personaje particularmente influyente como crítico y como músico que decidió la hermandad de música y literatura para siempre: Robert Schumann. Desde ese idilio incipiente puede perseguirse la gran influencia mutua que música y literatura entablan, desde los poemas sinfónicos de Liszt y los dramas musicales wagnerianos hasta la célebre novela de Thomas Mann (en la que recrea en un mismo personaje figuras tan dispares como Nietzsche, Mahler y Schünberg).
Esta antología destaca un abanico de posibilidades de materia literaria que la música ofrece a los escritores. De todos estos textos destaca, a mi modo de ver, el de Marina Tsvietaieva, por la frescura y originalidad que muestra. Siendo “originalidad” aquí la vuelta a los comienzos mismos de una existencia marcada por el peso abrumador de una madre musical, que determina los primeros encuentros con el mundo de la emoción y del sentido de una niña que deletrea la clave armónica estampada en la imponente presencia y prestancia de un gran piano de cola. El relato es extraordinario: nos sumerge en la magia de las notas blancas y negras, con sus colores y emociones específicas; como el sorprendente toque de tristeza que las notas negras entregan al alma de la niña. Las escalas diatónica y cromática, las notas graves y agudas, entregan sus ademanes y sus gesticulaciones específicos, adelantándose al sentido y significado mismo de las palabras; palabras susceptibles de tratamiento poético. Se nos narra, en este hermoso relato, la gestación de una vocación lírica que la aurora musical anticipa. Y junto a este relato, otros más previsibles, pero igualmente imponentes, como el que Stefan Zweig consagra al gigantesco (en el doble sentido, literal y figurativo del término) Haendel, capaz de resucitar de una letal enfermedad por la fuerza vital que atesora; y de asumir su destino el día en que se siente abocado, por expreso designio de Lo Más alto, a realizar la obra de su vida, su inmortal Mesías.
El desorden relativo de los relatos no es inconveniente para familiarizarnos con un universo que tiene la peculiaridad de provocar una adición inquebrantable en quien se contagia de él. Y es que la música, abecedario primordial de nuestras emociones, previa al lenguaje y al orden de las numeraciones, parece convocarnos siempre a un balbuceo originario que, en su peculiaridad pre-verbal, apta para todas las sinestesias, desprende, con las emociones que provoca, también sentido.
Estamos, pues, ante un libro que nos sensibiliza con este mundo tan especial y tan necesario para nuestra supervivencia: el de la música. Y en lo que ese mundo proporciona, como res gestae, a la imaginación literaria.
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